Bio
Soy mamá de dos, y pareja de Álvaro desde los 20. La gente más cercana a mí me describe como una persona empática, dedicada y profesional, y destacan que me gusta escuchar y ayudar a las personas que están alrededor mío.
Soy la segunda de cuatro hermanos, dos de ellos con diagnóstico de dislexia. Ellos y varios primos con el mismo diagnóstico, despertaron en mí la curiosidad de entender qué les sucedía con la lectura y la escritura y por qué no lograban recordar con cuál letra se escribía “bien”, entre otras muchas cosas, pero por sobre todo, siempre me impactó el malestar y la inseguridad que generaba esta condición en varios aspectos y etapas de sus vidas.
Así que, ingresé a estudiar psicopedagogía en el año 96.
Pero, los desencuentros con el aprendizaje de habilidades académicas han seguido impactando también mi vida personal. Muchísimos años después, luego de mucha experiencia en la clínica psicopedagógica, comencé a notar que mi hijo mayor no lograba sostener su atención, cuando lo veía en actos escolares o clases abiertas, notaba que no seguía las canciones, jugaba con cualquier cosa que se le cruzara mientras todos participaban.
En casa era similar, cambiaba de un juego a otro con frecuencia, no lograba recordar las secuencias de actividades cotidianas por más que se las repetimos, una y otra vez.
Si bien yo, ya tenía mucha experiencia, sus maestras decían que era un niño inteligente, y que iba avanzando, que justo había nacido su hermano, que sería eso, que no me preocupara.
Pero sí, me preocupé, lo veía sufrir, perder sus objetos más queridos, lo escuchaba decir que no podía seguir la clase, sentirse pésimo, y sí, lo había vivido en el consultorio, cientos de veces con otros niños, pero acompañar como madre, fue y es otra historia.
A sus ocho años se confirmó un diagnóstico de Déficit Atencional. Balde de agua fría, lo esperaba, pero la culpa, las dudas, la incertidumbre, en las que he acompañado a otros padres, me tocaron a mí, en carne propia, ¿medicación sí, medicación no? ¿hasta dónde exigirle? ¿cuál es ese punto de equilibrio? ¿cómo lo ayudo? Fue y es un gran baile emocional para mí, como para cualquier otro padre o madre.
Pero la historia no termina ahí, los desencuentros con el aprendizaje de las habilidades académicas han seguido, en 2021, mi hijo menor, que venía de un rechazo cerrado hacia la lectura, anunciado por todo lo que venía observando desde su preescolar fue diagnosticado disléxico. Otro baldazo, esta vez con hielo, como psicopedagoga, maestra y amante de la literatura infantil les he leído prácticamente todas las noches que he podido, sabiendo que la dislexia se hereda y que él tenía toda la herencia para que así fuera, caí en la fantasía de que podría evitarlo, cuando toda la bibliografía da cuenta de que eso, no es posible. Estimularlos con la lectura ayuda un montón, pero no evita la presencia de dislexia.
Estos últimos años, siento un propósito aún mayor, necesito hacerme cargo, indagar, buscar, abrir caminos, probar, recalcular y volver a probar, pero sobre todo, necesito, acompañar y acompañarme por otros padres en este camino.
Sé que los tratamientos son importantísimos para la evolución de los niños y adolescentes neurodivergentes, que el apoyo de los maestros, docentes e instituciones es fundamental, pero que la pata que nunca, pero nunca debe faltar, es la familia, comprometida, acompañando los desafíos que enfrentan con empatía, y siento que muchas veces, esto, no se logra transmitir.